Las estafas en las comunicaciones actuales están a la orden del día. Tanto los fraudes telefónicos, con promesas llenas de color sobre supuestas llamadas libres de coste, como por vía electrónica, léase los ya repetidos avisos de las entidades bancarias alertando sobre envíos masivos de correos electrónicos pidiendo sutilmente los datos personales y, sobre todo, financieros del inocente usuario, parecen cobrar fuerza a cada momento.
Y nada que añadir ante el hecho de que los cuerpos de seguridad de varios países europeos están estudiando el “modus operandi” de una nueva horda de criminales que emplea las últimas innovaciones tecnológicas para sacar provecho del sudor y del dinero ajeno.
Así pues, ya sea vía telefónica, bancaria o desde el mismo disco duro del ordenador, el ingenio del estafador, por definirlo de alguna manera, se nutre de recursos desconocidos hasta la fecha por la policía, que ahora pasa a denominarse ciberinvestigadores.
Los límites, por tanto, son cada vez más difusos entre ciencia, crimen y burla aunque el sujeto pasivo y sufridor por consecuencia continúa siendo el mismo: el ciudadano de a pie que camina por la red de telecomunicaciones.
Como dice el refrán, al mal tiempo buena cara, ya que en esta primavera más que aguada sólo queda una última opción: ojo al dato con la informática forense, con los datos online del banco y con los regalos que nos ofrecen por teléfono.
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